Personalmente he tenido mucha suerte, pues después de 16 años en política me he ido sin ningún problema judicial. Han sido años duros pero además de dedicar muchas horas y mucho trabajo a intentar hacerlo bien, he tenido suerte. Otros compañeros que entraron en política con la misma intención sincera de prestar un servicio a la sociedad han salido peor parados. No puedo dejar de sorprenderme día tras día ante el silencio total y absoluto de toda la sociedad frente a la injusta sentencia sobre la playa de las Teresitas y el Mamotreto. Es como si toda la sociedad de Santa Cruz se hubiera confabulado para callar a pesar de la honda conmoción que ha causado en muchos de nosotros. En el antiguo código de Santa Cruz de comienzos de la democracia estas cosas no hubieran ocurrido y voces más fuertes que la mía se habrían alzado y concienzudamente toda la sociedad habría combatido con coherencia, acción y decisión por una justicia mejor.
Pero la moral de estas primeras décadas del siglo XXI está siendo muy diferente, y prima el silencio sobre la posibilidad de decir crudas palabras que puedan ofender a alguna jueza o a alguna fiscal de inofensivo aspecto pero capaces de actuar como conspiradoras al servicio de un descabellado fin: acabar con políticos elegidos democrática y libremente por la población a través de la destrucción de su reputación utilizando, con un estilo más vil que el de Robespierre, la herramienta de la justicia.
Así, y con estas terribles premisas, ha ganado la nueva fuerza
dominante, el interés tergiversador, el deseo irrefrenable de acabar a toda
costa con unas personas, con una idea, un proyecto, una imagen, una ilusión política y democrática. Ha ganado la avidez de ahogar hasta la más absoluta ruina al menos a unos
cuantos de los que intervinieron en el
proyecto, a los más simbólicos, y a otros que simplemente tuvieron la mala suerte de pasar por allí en el momento inapropiado.
En este caso, el bando de Robespierre consiguió aliarse,
constituir una fuerza poderosa, a la que de alguna forma estamos voluntariamente
sometidos por un miedo estúpido, por un temor reverencial, con la estúpida convicción aceptada de cara afuera, de que sin su presencia
soberana -la de la Justicia- se produciría el caos de la mano y conducta de la debilidad propia del
ser humano.
Pero la debilidad no está ahí. El problema está en nuestro miedo, está en la propia temerosa debilidad de los que deben
actuar como contrapunto y defender la
inocencia de los acusados y no lo hacen, cuando por lo menos deberíamos preguntarnos por qué tenemos a este sistema, que es tan imperfecto como la propia sociedad, y que a veces no es capaz de impartir la justicia y no hacemos nada por que cambie. ¿Por qué callamos ante la evidencia de tantos errores?
Ahora parece que la democracia consiste en lo contrario de los principios democráticos originales, ahora parece que son los fiscales y jueces los que
tienen el derecho humano -y parece que hasta divino, cuando te dejas
impresionar-, para poner orden en las cosas y para castigar.
¿Cómo hemos podido llegar hasta donde estamos? ¿Cómo se ha ido urdiendo toda esta trama -la única trama real en esta absurda historia de Las Teresitas-?
Pues es aparentemente muy fácil: porque claro, siempre hay algún enemigo que espera, siempre hay quien sabe estar en esta situación, conducir en el proceso, llegar a su fin… con independencia de la realidad de los hechos y de la imputabilidad realmente aplicable.
Entonces se traza una estrategia y comienza a ponerse lentamente en marcha: se constituye una asociación. Se presenta una denuncia…
curiosamente hasta puede preceder a que lo denunciado se haya producido..
Luego se elabora la historia de
los hechos… se novela una posible trama inventada, se le da forma jurídica, se dejan fuera piezas significativas a las que no se quiere
perjudicar, pero que han intervenido necesaria y decisivamente… y esta historia novelada, que se
elabora modificando los hechos y circunstancias en el tiempo en función de su encaje para mejorar el sentido del relato que
se desea, interpretando, con la libertad propia de un escritor de ficción, los hechos reales en los que parece basarse hasta desfigurarlos cambiando una cosa por
otra… cambiando su verdadero significado…
Luego se aportan unos
peritos con la formación “precisa” y necesaria en esa ocasión, en este caso formación en
urbanismo, para informar dispuestos a ensuciarse las manos por nada, hasta que, poco a poco, con el paso de los meses, las noticias a medias, los titulares tergiversados, lo que es una cosa se
convierte en otra.
Los hechos se representan y bordan por encima
de la precisión y el conocimiento científico, mientras la interpretación correcta es despreciada porque no importa, lo que importa es que la trama se sostenga, que nos mantenga en ascuas.
Si hay que buscar un
móvil, pues este está en “nuestra convicción”, la de la juez, y esa convicción le permite culpar o exculpar
desde ella, sin necesidad de ninguna
argumentación probatoria, sin necesidad de ninguna evidencia. Con total injusticia y una asombrosa capacidad impulsiva
y desorbitada de imponer sus tesis para cumplir con sus metas,-en el uso de la
justicia-, sus propias metas
regeneradoras, expresadas ya reiteradamente y cada vez de forma más vehemente y desproporcionada, promovida e impulsada por una fuerza vital
que parece iluminar una suerte de misión redentora.
Lo peor no es que nos tropecemos en la vida con alquilen así, que no es la primera vez en la historia que sucede, lo peor es nuestro silencio (sí, el nuestro, el de tantos abogados, notarios, procuradores, los buenos políticos, los alcaldes y concejales actuales implicados, los técnicos y académicos que comentamos por las esquinas la injusticia que supone esta sentencia, meneando la cabeza como si no pudiéramos hacer nada más que lamentarnos), lo peor es que esta absurda situación no tiene el contrapunto
necesario en la ponderación y objetividad, no existe en la misma el respeto necesario a los
derechos básicos a la presunción de inocencia, a la evaluación correcta y ponderada de las pruebas, a su análisis y contraste de manera que
permita resoluciones justas. Eso es lo peor.
Ese silencio nuestro es el que permite que las sentencias que se van sucediendo, los procesos que van caminando, solamente respondan a los deseos y afán desmesurado de ganar, de victoria, sin
detenerse un instante a pensar en el juramento que hicieron de defender la verdad y la justicia, comportándose con la misma deslealtad a la democracia que cualquiera que falle a la misma en otras circunstancias, permitiendo así que se pierda el sentido de justicia. No importan las víctimas, no importa nada, solo ganar.