lunes, 10 de septiembre de 2012

Escrito en 1970, como si fuera hoy en España, pero en Suecia...


Lennart Kollberg no sabía qué hacer. Le habían encargado una misión que se le antojaba inútil e incómoda, y en cambio no se le pasó por la imaginación que pudiera resultar difícil.
Tenía que encontrar a dos personas para hablar con ellas, y luego no sabía qué más tenía que ocurrir.Poco antes de las diez abandonó la comisaría de la zona Sur, en Västberga, donde reinaba una gran tranquilidad, debida en gran parte a la escasez de personal. En cambio, no escaseaba el trabajo, ya que brotaba por doquier toda clase de delitos en aquel hervidero desordenado que habían dado en llamar la sociedad de bienestar.Las razones de que aquello funcionara de esta manera permanecían ocultas, al menos para quienes estaban metidos de lleno en la problemática social y para los expertos que tenían la delicada misión de conseguir que aquella sociedad funcionara prácticamente exenta de fricciones.Tras su fachada de metrópoli espectacular y bajo su aspecto pulido y moderno, Estocolmo era una jungla de asfalto en la que campaban por sus respetos la droga y la perversión; en la que ciertos usureros, desprovistos de toda forma de conciencia, podían ganar fortunas dentro de la más absoluta legalidad con la pornografía en sus formas más abominables y aberrantes; en la que los delincuentes profesionales no sólo eran más numerosos cada día, sino que cada día estaban mejor organizados; y en la que, para colmo de males y con especial incidencia entre los ancianos, se estaba llegando a un proletariado próximo a la indigencia.La inflación había elevado el índice de precios a uno de los máximos niveles mundiales, y las últimas investigaciones daban a entender que muchos jubilados se veían forzados a alimentarse de comida para perros y gatos con tal de subsistir.El creciente alcoholismo y la ascendiente oleada de delincuencia juvenil eran fenómenos que ya no sorprendían a nadie excepto a los responsables de la administración pública y en círculos gubernamentales.En fin: Estocolmo.No quedaba gran cosa de la ciudad en la que Kollberg había nacido y crecido. Las excavadoras de los especuladores del suelo y los tractores oruga de los llamados expertos en tráfico urbano, habían convertido la mayor parte de los sólidos edificios antiguos en un desierto, y sólo habían dejado en pie alguna que otra muestra de especial interés cultural que, en realidad, quedaba patéticamente aislada. Todo ello, además, con la bendición de las autoridades de planificación urbanística. La personalidad de la ciudad, el ambiente y el estilo de vida habían desaparecido o, mejor más abominables y aberrantes; en la que los delincuentes profesionales no sólo eran más numerosos cada día, sino que cada día estaban mejor organizados; y en la que, para colmo de males y con especial incidencia entre los ancianos, se estaba llegando a un proletariado próximo a la indigencia.La inflación había elevado el índice de precios a uno de los máximos niveles mundiales, y las últimas investigaciones daban a entender que muchos jubilados se veían forzados a alimentarse de comida para perros y gatos con tal de subsistir.El creciente alcoholismo y la ascendiente oleada de delincuencia juvenil eran fenómenos que ya no sorprendían a nadie excepto a los responsables de la administración pública y en círculos gubernamentales.En fin: Estocolmo.No quedaba gran cosa de la ciudad en la que Kollberg había nacido y crecido. Las excavadoras de los especuladores del suelo y los tractores oruga de los llamados expertos en tráfico urbano, habían convertido la mayor parte de los sólidos edificios antiguos en un desierto, y sólo habían dejado en pie alguna que otra muestra de especial interés cultural que, en realidad, quedaba patéticamente aislada. Todo ello, además, con la bendición de las autoridades de planificación urbanística. La personalidad de la ciudad, el ambiente y el estilo de vida habían desaparecido o, mejor profesionales no sólo eran más numerosos cada día, sino que cada día estaban mejor organizados; y en la que, para colmo de males y con especial incidencia entre los ancianos, se estaba llegando a un proletariado próximo a la indigencia.La inflación había elevado el índice de precios a uno de los máximos niveles mundiales, y las últimas investigaciones daban a entender que muchos jubilados se veían forzados a alimentarse de comida para perros y gatos con tal de subsistir.El creciente alcoholismo y la ascendiente oleada de delincuencia juvenil eran fenómenos que ya no sorprendían a nadie excepto a los responsables de la administración pública y en círculos gubernamentales.En fin: Estocolmo.No quedaba gran cosa de la ciudad en la que Kollberg había nacido y crecido. Las excavadoras de los especuladores del suelo y los tractores oruga de los llamados expertos en tráfico urbano, habían convertido la mayor parte de los sólidos edificios antiguos en un desierto, y sólo habían dejado en pie alguna que otra muestra de especial interés cultural que, en realidad, quedaba patéticamente aislada. Todo ello, además, con la bendición de las autoridades de planificación urbanística. La personalidad de la ciudad, el ambiente y el estilo de vida habían desaparecido o, mejor dicho, habían cambiado y eso era ya irremediable.Por su parte, la maquinaria policial chirriaba por exceso de trabajo, un poco por falta de personal y otro poco por otras razones. No era cuestión de tener más policías, sino policías mejor preparados, pero de ese asunto no se preocupaba nadie.Lennart Kollberg andaba pensando en estas cosas mientras buscaba la zona residencial que administraba Hampus Broberg. Estaba hacia el sur, en un terreno que había sido agrícola cuando Kollberg era joven, y adonde iba de excursión de niño, con la escuela. Se parecía demasiado a otras zonas en las que se especulaba con la vivienda. Era un grupo aislado de edificios altos, construidos con precipitación y de cualquier manera, cuyo único objeto era proporcionar a su propietario las mayores ganancias posibles, mientras el aburrimiento y la desgana se iban apoderando poco a poco de los pobres desgraciados que no tenían otro remedio que vivir allí. Dado que la escasez de viviendas llevaba años en la misma situación, mantenida artificialmente, incluso aquellos pisos andaban muy buscados, y los alquileres alcanzaban cifras astronómicas.La oficina inmobiliaria se hallaba enclavada en los locales mejor acondicionados y acabados de aquellos edificios, pero incluso allí la humedad se había ido colando a través de los muros y había hinchado los marcos de las puertas, que ya se estaban separando de las paredes.

* De la novela Asesinato en el Savoy, de Maj Sjowall y Per Wahloo.



1 comentario:

Tinerfeño azul dijo...

Flipante. Como si estuviera escrito hoy mismo desde cualquier barrio de Santa Cruz de Tenerife.